Historias sicilianas by Giovanni Verga
autor:Giovanni Verga [Verga, Giovanni]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1882-12-31T16:00:00+00:00
DON LICCIU PAPA
Estaban las comadres hilando al sol y las gallinas escarbando en la basura delante de sus puertas, cuando de pronto se desató un griterío y se produjo una desbandada en la callejuela al ver aparecer a lo lejos al tío Masi, el atrapacerdos, que venía lazo en mano. Hasta las gallinas se escaparon alborotadas, como si lo conociesen.
El tío Masi cobraba del ayuntamiento cincuenta céntimos por las gallinas y tres liras por cada cerdo que sorprendía infringiendo las normas. Él prefería los cerdos. Y en cuanto vio a la pequeña cerda de comadre Santa, tumbada tranquilamente con el morro en el barrizal contra la puerta, le echó al cuello el lazo con el nudo corredizo.
—¡Ay! ¡Virgen santísima! ¡Qué hace, tío Masi! —gritaba la tía Santa, pálida como una muerta—. ¡Por caridad, tío Masi, no me ponga multa, que me arruina!
El tío Masi, el muy traidor, para tomarse el tiempo de cargar a la cerda sobre sus hombros, se deshacía en palabras bonitas: «Querida mía, ¡qué le voy a hacer! Esta es la orden del alcalde. Cerdos por las calles no quiere ver ni uno más. Si le dejo la cerda, pierdo el pan».
La tía Santa corrió tras él como una loca, echándose las manos a la cabeza, sin parar de gritar: «¡Ay! ¡Tío Masi! ¡Que me ha costado catorce reales en San Giovanni, y la cuido como la pupila de mis ojos! ¡Déjeme la cerda, tío Masi, por el bien de sus muertos! ¡Que para Año Nuevo, con la ayuda de Dios, vale dos onzas!».
El tío Masi, en silencio y cabizbajo, con el corazón más duro que una piedra, sólo se fijaba en dónde ponía los pies para no resbalar en el lodo, con la cerda atravesada sobre los hombros, que gruñía mirando al cielo. Entonces, la tía Santa, desesperada por salvar a su cerda, le asestó una solemne patada en la espalda que lo hizo salir rodando.
Las comadres, apenas vieron al atrapacerdos en medio del fango, se le echaron encima con las ruecas y los zuecos y querían matarlo por todos los cerdos y gallinas que llevaba sobre su conciencia. Pero en esto apareció don Licciu Papa con la cincha del sable sobre la tripa, gritando desde lejos como un poseso, fuera del alcance de las ruecas: «¡Paso a la Justicia! ¡Paso a la Justicia!».
La Justicia condenó a doña Santa a pagar la multa y los gastos y para esquivar la prisión tuvieron incluso que recurrir a la protección del barón, cuya ventana de la cocina daba a la callejuela, y se salvó de milagro haciendo ver a la Justicia que no era un caso de rebelión, porque el atrapacerdos aquel día no llevaba la gorra con el galón del municipio.
—¡Mira! —exclamaban a coro las mujeres.
—¡Hacen falta santos para entrar en el Paraíso! ¡Lo de la gorra nadie lo sabía!
Pero el barón le echó un sermón: «Esos cerdos y gallinas habría que sacarlos del vecindario. El alcalde tenía razón al decir que parecía una pocilga». A partir
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